COLAN CONHUE - Río Negro (2010)

jueves, 30 de marzo de 2017

Hacía mucho, pero mucho tiempo que no volvía a este espacio. Este rincón de anécdotas que mal llamo "publicaciones", o mal digo que "comparto", porque son más para mí misma que otra cosa.
O no. En realidad sí las comparto. Se las cuento a quien tenga ganas de leerlas, a quien como yo sienta en el alma esa inquietud permanente por moverse, viajar, volar, conocer; recordando que a veces puede hacerse sin moverse de donde estamos: con un buen libro, con la atrapante narración de amigo que nos cuenta una anécdota... ya nos estamos transportando.

Para reinaugurar(me) este compendio desordenado de reflexiones, relatos, experiencias, publico una que me quedó en el tintero en 2012. El borrador listo pero sin oprimir (vaya a saber por qué) el botón naranja de "publicar". Va.

Las últimas semanas fueron como un torbellino, al punto que ya no sabía en qué ciudad me estaba despertando.
Dos viajes a Formosa (mi querida Formosa), y finalmente un último a Misiones.
¡Qué contrastes! Esa Formosa tan llana, tan lineal a lo largo de la interminable ruta 81. Sólo algunos macizos de palmeras sobresalen a la chatura general del paisaje. Un paisaje que sin embargo está tan cargado de sensaciones para mí. Para compartir esas sensaciones con ustedes, a continuación publico un pequeño relato, "Las tres lágrimas", que refieren a una experiencia muy movilizadora que me tocó vivir.
El cambio, el contraste con la topografía y el panorama misionero es brutal.
Los caminos rectos y nivelados dan paso a otros retorcidos como culebras, con subidas y bajadas tan pronunciadas como las curvas que acompañan cualquier recorrido en la provincia.
En cuanto a la vegetación, los colores... Aquí la naturaleza fue monstruosamente pródiga. La cantidad, la intensidad y variedad de los verdes hipnotizan tanto a la luz del sol como bajo el velo plateado de la lluvia, o la neblina que nunca falta. El tamaño de las plantas, de sus hojas, resulta exagerado. Todo aquí es más exuberante.
Caminos que rodean sierras, que bordean profundidades colmadas de vegetación, una vegetación que en horas tempranas parece una imagen fantasmagórica entre retazos de una neblina que se resiste a elevarse e irse, teñida de reflejos dorados o multicolores, a medida que van cambiando los matices sutiles de la luz que cobra cada vez más intensidad...
Misiones me transmite eso. Desproporción, misterio, verde, aventura. ¿Y a ustedes?

Va el relato...
La chata roja devoraba kilómetros mientras volvíamos a Formosa desde el oeste. Después de la lluvia, el asfalto parecía una cinta plateada e interminable, casi eterna, por la que transitábamos compartiendo mates y charlas casi tan largas como el camino.
Hacía un rato que había parado de llover; y de a poco, empezaban a abrirse huecos entre las nubes que dejaban pasar los rayos dorados del sol atardecido.
Realmente era un espectáculo magnífico que se presentaba ante los tres. El cielo iba abriéndose y rompiéndose en infinidad de tonos, desde el rosa furioso al turquesa, pasando por el violeta, el oro, era increíble.
La inmensidad llana del paisaje, interrumpida sólo por los penachos de algunas palmeras, nos permitía apreciarlo a pleno.
En eso, José toma un cassette y me dice: "quiero hacerte escuchar algo, porque independientemente de que profeses o no alguna religión, estoy seguro de que te va a gustar".
Obviamente asentí, y la música invadió la cabina de la camioneta. Era el Ave María, el que todos conocemos, pero cantado por un coro de chicos guaraníes.
De repente, y a medida que avanzaba la cinta, fue como si se hubiera producido un silencio, un vacío total en el que sólo destacaban las notas dulces y armoniosas de esas voces infantiles.
La camioneta, el camino, el cansancio, dejaron de existir. Sólo ese cielo luminoso, policromo y único; y esas voces igualmente únicas.
Juro que la sensación del momento era una y muchas a la vez. Un nudo en la garganta, la conciencia de estar viviendo un momento mágico, trascendente e irrepetible. Y ese nudo fluyó de la garganta a los ojos en forma de un caudal incontenible de lágrimas.
Y sintiendo eso, miré a los dos hombres que me acompañaban. Y lo que vi me sorprendió, o no tanto.
Los tres, "gente grande", cansados, sucios, mojados, teníamos las caras surcadas de un llanto nacido de la profundidad de nuestras almas, movidos por una emoción tan intensa como inexplicable. O sí se puede explicar. La conjunción de esa música maravillosa cantada por voces igualmente bellas; el sol y el cielo después de la tormenta, toda esa magia junta; nos reconciliaba con el mundo. A pesar de todos los sinsabores (de ese viaje y de la vida), instantes como ese nos devuelven un poco de paz,  de una felicidad chiquita pero gigante. Y nos acercan un poco al misterio de la creación.

Terminó el cassette. Paramos en una YPF a cargar agua, y seguimos viaje.

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